Este mes El tintero de oro nos propone escribir sobre un tema fantástico. Sólo eso, libre en todo lo demás, pero con un acertijo incluido.
Irresistible.
Aquí podéis leer más participaciones: Concurso de relatos 46ª Ed. Momo de Michael Ende.
Fotografía: Welcome - LXN Photography | Lianna Xiaokui Nakashima
"El poder de la imaginación nos hace infinitos"
J. Muir
LAS FIGURAS DE GABRIEL
Le llamaron Gabriel porque al nacer mostraba un rostro sereno
e inmaculado como un ángel. No lloró. Muy serio, miró a los presentes
largamente, con sus recién nacidos ojos completamente ciegos. Las lágrimas
torrenciales de la madre surcaron sus rosadas mejillas, dejando en ellas zigzags
de melancolía que jamás se borrarían. Más tarde, las caricias maternas colocarían en aquella piel una danza suave de
amor, que iría posándose por los rincones de su memoria como nieve de
primavera.
Gabriel, a pesar de su
ceguera, tenía un instinto natural para el movimiento. Su andar no era humano,
era el deslizarse de un cisne por el agua. Todo en él era armonía. Había nacido para dibujar con su cuerpo las
más bellas melodías del mundo. Por eso, el pequeño, de modo natural, comenzó a
bailar hasta con el tiempo, ágil como un antílope y terso como una ola.
Coreógrafo de lo imposible, inventaba cada paso; su danza era única en
innovación. Llegaba a darle forma, con su cuerpo en movimiento, al canto del
mirlo, a la mirada fija de un gato, al choque de dos asteroides o al trajín de
una playa saturada de bañistas: toda la vida podía penetrar su cuerpo hasta
transformarse en danza: se estilizaba, se esculpía, se retorcía o jadeaba con
él.
El chico fue creciendo imaginándolo todo a través del tacto y
el oído. Dotaba de forma y color a todo lo que su cerebro iba interpretando.
Poseía una visión interna asombrosa, de la que nadie adivinaba su origen.
Para demostrar las construcciones que hacía su mente, una vez
dibujó a su perro tal como él lo sentía: en el folio apareció la
forma exacta de un can, pero sus patas eran estrellas y galaxias sus ojos.
Los médicos dedujeron que su invidencia era insólita,
milagrosa; pues, careciendo de retina, lograba ver la realidad, aunque fuera
deformada. En otra ocasión ilustró una rosa: sus pétalos eran alas de abeja
replegadas en espiral, y en lugar de espinas tenía pequeños escalones en los
que descansaban diminutos seres ciclópeos. Los insectos, que a casi todos
repugnan, los veía infinitamente más bellos; les pintaba pequeñas pirámides en
la espalda aduciendo que transportaban la música de las flores.
Sin embargo, a algunas personas las mostraba horrendas,
dotadas de colmillos peludos en su garganta y nuca, o embudos en lugar de
bocas. A pesar de los rumores acerca de su equilibrio mental, podía
desenvolverse con normalidad, incluso trabajar en una compañía como bailarín.
Gabriel aprendió a habitar en la memoria de quienes lo
contemplaban. Su baile era inolvidable, aplaudido en el mundo entero. Pero el
joven no era feliz. Hacía meses que una visión se interponía en todo lo que
percibía. Se trataba de la imagen de una pareja de bailarines, gigantesca,
arrolladora. La mujer era tan hermosa que le turbaba, y su pesar se enamoró obsesivamente. En el hombre, siempre de
espaldas, había misterio. Ambos estaban detenidos, suspendidos en la nada....
Un viejo acertijo que nunca descifró le llegaba absurdamente a la mente:
"¿Qué será será, que aunque nos movamos siempre nos quedamos en el mismo
lugar?"*
La imagen inmóvil e inmensa, de unos 100 metros de altura,
insistía en volver al interior de sus ojos ciegos, tal como un faro que girara
su luz rítmicamente para encontrarle.
Hasta que conoció a la bailarina; la compañera que le habían
asignado en su próximo ballet: “La leyenda del beso”.
Era idéntica. Aunque jamás la pudiera ver, la habría dibujado
igual que la gigantesca dama. Escuchar el sonido de su voz, puro como las
primeras gotas de un glaciar en el deshielo, terminó de corroborar su hallazgo.
Gabriel hacía arabescos con el aire, lo reventaba de alegría: la amaba.
Cuando ambos interpretaron el baile, solos, por primera vez
en la sala de ensayos, tuvo que detenerse. En ese mismo instante percibió las inmensas figuras interponiéndose en su realidad. Entonces, inesperadamente,
se encontró embutido en el gigantesco hombre, mirando fijamente a la gran
mujer, hipnotizado de encanto. Besó con aquellos nuevos labios los de ella.
Y el placer fue igual de grande que su dimensión. Casi se
desmaya. Se sentía crecer, explosionar, romper sus límites, los techos, las
paredes... Pero la bailarina también experimentaba la misma felicidad,
súbitamente inmersa en aquel cuerpo enorme de mujer. Contemplaba muy abajo,
maravillada, los cuerpecillos de ambos besándose en la sala de ensayos.
La sensación de los bailarines de hacerse más y más grandes a
partir de aquel beso, producía un vértigo maravilloso, porque al igual que
crecían ellos crecía el amor que sentían.
Las grandes figuras de la mente de Gabriel, antes siempre
detenidas en el tiempo, se acababan de poner en marcha. Se movían, bailaban
gozosas… en las dos versiones a la vez, la grande y la humana.
Cuando terminaron el baile, emergió por la sala el eco de una
poderosa cascada; mientras, los dobles gigantes se deshacían y ellos volvían a
su tamaño normal. Se soltaron. Se miraron, cómplices. Se rieron.
El silencio se llenó de burbujas azules.
Bailaron de nuevo, esta vez notando sus límites de carne como
un placentero regalo. Enseguida supieron que llevaban bailando juntos mucho
tiempo, quizá siglos, pues su danza conjunta era el resultado de un aprendizaje
perfecto. Los movimientos espontáneos de ambos fluían como un río poderoso, sin
resistencia. No sentían los pies. Se deslizaban en una danza sublime, y hasta
el aire bailaba en sus pulmones para celebrarlo.
***
* El baile